SENZATIEMPO: Arquitectura Atemporal

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La arquitectura debe aspirar a ser atemporal; de lo contrario, no debería llamarse arquitectura. La verdadera arquitectura- la Vitruviana, aquella que busca cuantificar lo “eterno” – no solo debe aspirar a ser realmente sostenible en el sentido más profundo de la palabra, sino que también debe buscar ser “lugar”; de otro modo, no tendría sentido.

Para ser “lugar”, la arquitectura debe reflejar la identidad y las costumbres de quienes la habitan. Debe estar “viva”, y para que esté “viva”, debe ser escenario en donde lo cotidiano puede seguir ocurriendo, generación tras generación.

Por tanto, no puede reducirse a algo tan insignificante como a una mera relación entre forma y función, ni a la repetición simple o la construcción en módulos. Tampoco debe caer en el extremo opuesto, donde lo tradicional o los criterios clásicos se perciben como la única opción válida.

No debe limitarse únicamente a exaltar el patrimonio. No debemos permitir que las corporaciones que controlan nuestra formación académica nos impongan la idea de que el patrimonio solo se rehabilita, y que, si queremos diseñar algo en ese lenguaje, debemos cursar varios años más en planeamiento neoclásico o nuevo urbanista.

El verdadero entendimiento de la arquitectura, cuando se trata de generar espacios “vivos”, no se reduce simplemente a una cuestión estética o de utilidades rígidas. Va mucho más allá y pasa a un plano en el que debe buscar trascender y mantenerse relevante, a pesar del paso del tiempo.

Si no construimos con este propósito, ¿para qué lo hacemos?

Lo que constituirá el “lugar” es que su estado físico – su forma – sea solución a la problemática dictada por el contexto, de lo contrario, no es propio. Lo que lo mantendrá relevante – “vivo” – será su significado profundo y su capacidad para evocar la verdadera belleza.

Aquí creemos en la belleza kantiana; esa que ha sido estudiada durante siglos, que no es tangible, sino inmutable y desinteresada.

Es una belleza universal, innegable. No es algo tan banal como para ser considerada “subjetiva”, porque se encuentra inequívocamente en lo que sentimos en lugares como Greenwich Village, Cuenca o San Telmo. En calles pequeñas, empedradas y caminables, en las mesas sobre las aceras, en donde nos sentamos a tomar café junto a la pequeña plaza pública… en la escala humana.

Es la belleza sublime, que, aunque la identificamos, no podemos descifrar del todo qué es. Pertenece a ese momento en el que “más vivos nos sentimos…”, como cuando caminamos por Antigua por primera vez, recorremos el centro histórico de Quito o regresamos a la casa de la Abuela en Navidad.

Es una belleza irrefutable, con una “cualidad sin nombre” que define lo atemporal. Aunque no sepamos describirla, la sentimos. La experimentamos en ese concierto de nuestra banda favorita, cuando escuchamos esa canción mientras manejamos por la cordillera, o cuando hacemos la parrillada con amigos para ver el partido… Y es la que hace de esos momentos inmortales, porque los queremos vivir y volver a vivir.

El verdadero entendimiento de la arquitectura, cuando busca evocar todo lo que tiene sentido, reside en comprender que la atemporalidad suele encontrarse en lo que se hacia antes, porque antes se respondía a un enfoque libre de los tecnicismos modernos e ideologías globales. Antes no se dependía de estudios, listados de necesidades, esquemas funcionales, zonificaciones rígidas, ni de estilos internacionales.

En ese pasado, el empirismo al “hacer refugio” lograba que todo fuese más humano. Al responder a primeras soluciones, todo se hacia sustancialmente mejor.

Contrastado con la realidad actual, en la que “cualquier cosa puede ser arte”, algo tan íntimo y personal como una casa puede convertirse en una vitrina de espacios que compiten entre sí por destacar—intentando ser tan originales que todos terminan pareciéndose.

Al final, el verdadero entendimiento de la arquitectura radica en volver a responder a lo esencial: cómo vive su habitante. A su clima, su economía, sus cotidianeidades… a sus costumbres.

Ahí reside la verdadera sostenibilidad: la que se refiere a mantenerse resiliente. La que no solo reside en el uso eficiente de los recursos, sino también en la capacidad de un espacio para sostener las dinámicas sociales y culturales que lo hacen único y personalizado.

Cuando deja de alimentar al ego del creador. Cuando deja de tratarse de “lo que yo hice es más importante”, deja de ser experimentación y pasa a ser acción dirigida. Cuando busca evocar todo esto en su entorno y no se centra únicamente en lo que más le conviene a la pieza artística.

Porque el verdadero entendimiento de la arquitectura, está en comprender que no solo sea crean espacios físicos, sino también entornos donde florecen las relaciones humanas. El urbanismo pensante fomenta la interacción social, la salud física y mental, y un sentido de pertenencia.

Solo entonces es “lugar”, y solo entonces está vivo.

Y es “no lugar” cuando es impersonal, cuando puede replicarse en cualquier parte del mundo. Cuando se parece más a un espacio de tránsito, cuando nos genera esa angustia de querer irnos en lugar de acogernos, hacernos sentir bienvenidos y cómodos.

Similar a lo abrumador que es estar en Times Square, Larcomar o Mall del Sol por más de 20 minutos. Es esa sensación de desconexión que experimentas cuando transitas por esos espacios globalizados, donde todo es genérico y carece de localidad. Lo que te repele de tomar una foto con el último edificio futurista en el Billionairs’ Row, pero que, inconscientemente, sí te impulsa a tomártela con el Empire State de fondo.

Es la misma sensación que aparece cuando transitamos por la Vía a Samborondón, tomamos las autopistas interestatales en plena ciudad de Miami, o visitamos uno de esos mega centros comerciales en los que pierdes la noción del tiempo y la realidad.

Es lo que sientes cuando estas encerrado en el aeropuerto, sin contacto con el exterior. Algo similar a lo que se experimenta dentro de los edificios de solo oficinas: en donde transitas pasillos iluminados con luces blancas, sin exposición a la brisa natural ni a la luz del día.

Es la misma angustia que te genera guardarte algo por mucho tiempo, lo que sientes el lunes después de tomar todo el fin de semana, cuando sientes el peso de distanciarte de tu familia o ver cómo aumentan tus deudas debido a las realidades económicas impuestas por los cambiantes ciclos políticos.

Y esa misma sensación la encontramos en los edificios con formas extraterrestres que el ser humano no reconoce como naturales ni arraigadas en su entorno: en el Brickell City Centre, el Ibis Styles o el River Garden en plena Avenida Malecón, el Zahir 360 en Cuenca, o en el confuso skyline de Londres.

Es lo que se siente vivir en una casa de catálogo producida en serie, cuyo diseño no ha sido personalizado para nuestras vidas y que inevitablemente nos llevará a remodelaciones que terminan siendo inversiones aún mayores.

Lo mismo que se siente estando en Ciudad del Sol, en The Vessel de Nueva York, o en algún proyecto de BIG desarrollado por Uribe Schwarzkopf alrededor del Parque La Carolina, o en Puerto Santa Ana.

Es “no lugar” cuando es de estilo genérico, y su propósito es resaltar por sí solo. Cuando se trata de ser individual y aislado. Y los “no lugares” son insostenibles, efímeros, temporales, y no reflejan el verdadero entendimiento de la arquitectura o del arte.

Son, más bien, una forma de “fascismo arquitectónico”, un egocentrismo deshumanizado que se distancia de las verdaderas necesidades de las personas a quienes alberga. Alinearse con estos proyectos es, irónicamente, colocarse del mismo lado que el sistema que los “artistas” o “creadores” tanto critican como opresivo o alienante.

Y es irresponsable que, teniendo el “poder” de generar espacio, lo hagamos de esta manera.

Porque si entendemos la arquitectura como se ha entendido desde tiempos inmemoriales, no se limita únicamente a su forma, estructura o utilidad práctica… también se rige por la belleza (Venustas), una belleza que realza el espíritu, que se trata de crear identificación, suscitar encuentros comunitarios y estar al alcance de quien la vive, siempre.

Solo ahí tiene sentido, y solo ahí es realmente atemporal. Cuando posee identidad, y es expresión genuina y desinteresada de quienes la habitan… cuando no impone. La verdadera esencia de la arquitectura reside justamente en eso: en su capacidad para mantenerse significativa.

En ser atemporal, con sentido, y que perdure en el tiempo.

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